He visto cómo los niños más pequeños transcurren su infancia sin importancia alguna. Viviendo en un mundo de fantasías y en un presente absoluto donde no se preocupan por el ayer, ni por el mañana. Es más, ni siquiera se interesan en el hoy; simplemente viven el momento gastando toda la energía que tienen a diario. Porque la diversión es el eje de su mundo.
He visto cómo adolescentes en su rebeldía dejan a un lado el disfrute de esa bella etapa de la vida, donde se exponen a conocer el mundo y a los cambios que enfrentan en sus cuerpos y en sus personalidades. Probando y absorbiendo todo lo que encuentran, porque lo único que ansían en su testarudez, es cumplir la mayoría de edad, pensando en independencia y autonomía, para que nadie les moleste sus relajadas vidas.
He visto jóvenes con la ansiedad al máximo, intentando alcanzar sus anhelados sueños y sintiendo la presión del mundo dentro de sus pechos. Tratando de avanzar lo más rápido posible para no quedar rezagados frente a un entorno de competencia. Donde la moda es pasar por encima de los demás y vivir de apariencias. Pero en la juventud, el miedo al fracaso es el peor enemigo y los asuntos del corazón golpean muy fuerte, y siempre donde más duele.
He visto adultos con su vida saturada por los afanes y preocupaciones. Donde las responsabilidades son su dios, y el tiempo es el tesoro más valioso que han perdido, porque ya no disponen de él. Las jornadas largas de trabajo, las deudas que sofocan, y el estrés que se acumula cada vez más. Y dicha carga es tan pesada como un costal repleto de piedras amarrado a sus espaldas.
He visto ancianos arrepentidos por cosas que no hicieron o asuntos que jamás resolvieron. Viejos que lloran con su corazón arrugado debido a sus malas decisiones. Abuelos amargados, que se olvidaron de sonreír, ignorando que podrían ser los únicos músculos funcionales que tienen. Ancianos pensionados pero abandonados, que sembraron tanto odio y se quedaron sin quién les demuestre cariño o afecto.
Y es que parece que nunca estamos conformes con nuestras vidas, mantenemos descontentos y quejándonos. Siempre anhelamos un poquito más de lo que somos, o de lo que tenemos. Somos fogatas, y nos vamos consumiendo. Somos como fogatas que hay que alimentar todos los días, porque si se apagan nuestros sueños, se pierde el sentido de estar vivos.
Sin embargo, cada día corremos contratiempo, y se nos olvida lo esencial, lo básico, lo elemental: Despertarnos y tener a quién darle los “buenos días”. Abrazar a los que están ahora. Buscar a quien extrañamos. Valorar lo que tenemos. Dar las gracias por todo. Perdonar sin importar qué. Ayudar a quien lo necesita. Y amar a Dios sobre todas las cosas.
Por: Thiago Ospina