Imagina que te han llamado para la entrevista de tus sueños. El trabajo perfecto, el puesto que siempre has querido. Te ofrecen un salario ideal, la estabilidad que tanto anhelas, y una oportunidad para cumplir todas tus metas. Este es el momento por el que has trabajado tanto.
Te preparas meticulosamente. Te levantas más temprano de lo habitual, te pones tu mejor ropa, esa que te hace sentir confiado y profesional. Ensayas las respuestas que vas a dar, pensando en cómo vas a impresionar al entrevistador. Sabes que con un poco de habilidad y carisma puedes mostrar lo mejor de ti. Después de todo, puedes presentarte de la manera que más te favorezca; nadie te conoce realmente en esta sala.
Llegas antes de la hora acordada. Sabes que no puedes dejar nada al azar. Pero, cuando llegas, te informan que deberás esperar. Hay alguien más siendo entrevistado. Las dos horas se hacen largas y tediosas, pero mantienes la calma. Sabes que vale la pena. Estás dispuesto a esperar lo que sea necesario.
Finalmente, te llaman. El momento que tanto esperabas ha llegado. Con el corazón acelerado y lleno de expectativa, te diriges a la sala de entrevistas. Ensayas una última vez en tu mente lo que dirás, buscando las palabras perfectas para deslumbrar a tu entrevistador.
Abres la puerta y… para tu sorpresa, quien te espera al otro lado de la mesa no es una persona común. ¡Es Dios!
Él te recibe con una mirada llena de amor y comprensión, pero que también atraviesa lo más profundo de tu ser. No hay necesidad de fingir. Dios lo sabe todo de ti. No puedes impresionar ni engañar a quien te creó, quien te conoce mejor que tú mismo.
Él te hace la pregunta inicial, la misma que haría cualquier entrevistador: “Cuéntame de ti, ¿quién eres?”. Pero, a diferencia de cualquier otra entrevista, te das cuenta de que no puedes responder con las palabras que habías planeado. Esta no es una oportunidad para mostrar solo lo mejor de ti, para resaltar tus logros o maquillar tus errores. Dios lo sabe todo. No hay lugar para las apariencias, ni para las respuestas superficiales.
Frente a Él, la verdad de tu vida queda expuesta, y es en ese instante que te enfrentas a la realidad de quién eres verdaderamente. Ya no se trata de convencer a alguien de lo bueno que eres, de tus éxitos o de tus planes. Se trata de sincerarte con Dios, de abrir tu corazón completamente.
Aquí no puedes deslumbrar, porque Él te conoce tal y como eres. Conoce tus fortalezas y tus debilidades, tus errores y tus intenciones. Sabe lo que has hecho bien y lo que has dejado de hacer. Él ha visto tus luchas, tus miedos, tus caídas y tus victorias. No puedes ocultar nada. Entonces, ¿qué le dirías?
¿Serías capaz de hablarle con total sinceridad? ¿De compartirle lo que realmente sientes y quién realmente eres? ¿Estás dispuesto a abrir tu corazón sin reservas, sin máscaras?
En ese momento, Dios no espera que lo impresiones, solo que seas sincero. Que le hables desde lo más profundo de tu ser. Porque más que tus logros o fracasos, Él quiere tu sinceridad, tu verdad. Quiere que te presentes tal cual eres, con tus dudas, tus alegrías, tus tristezas y tus deseos.
Por: Daniela Mejía Ortiz